lunes, 5 de septiembre de 2011

Mariachi Zombi


Prologuito

Dice la leyenda que mi ciudad fue inspirada por los dioses... ¿También ellos habrán planeado el caos vial, los pervertidos del metro, el viene-viene de cada esquina, la mugre y mierda de las calles y sus líderes políticos, las putas marginadas y el hambre incontenible de las masas? sólo por mencionar algunos detalles. Quizá la ciudad de México rebase, incluso, la imaginación de Dios mismo. Está ciudad que se hincha taciturna con sus ayeres de oro pero que renace siempre un veintiuno de marzo, donde, si pizas con fuerza te hundes en sus blandas carnes. Aquí, en la ciudad que describo sucedió lo más extraordinario, algo que tampoco deidad alguna imagino; las vicisitudes de un zombi mexicano.
José es mariachi de Garibaldi; siempre dice estar harto de ser un músico desconocido, pues no tiene el suficiente talento para hacerse conocer. Dice que de no ser por las viejas y el chupe ya hubiera dejado la pinche profesión. José no es muy tipo, más bien es muy mexicano. No es fácil distinguir a José de entre la pléyade de vernáculos: tomando en cuenta que es chaparro, moreno, está panzón (gracias a una rigurosa dieta de cerveza, tamales, tacos y demás garnachas) y viste a la moda charra; eso sí, lo que lo distingue como a ninguno es que usa guaraches —aunque este tocando “cucurru cu cu paloma”—. A pesar de que es todo un ejemplar de la música folklórica tiene un serio impedimento para usar botas. Él es oriundo de Oaxaca y como ahí el pueblo está más jodido que acá, nunca se pudo calzar un buen par de zapatos, volviéndose así, más que sensible a los bochornos del pie; que si se los tapa le sudan ¡ah bárbaro! provocándole el incordio olfativo a todo quien le rodea.

Nada más por esto , y sin jactancia alguna, podemos afirmar que José es el único pinche charro guarachudo —¡AHUEVO!—, por lo menos en Garibaldi. Pero a pesar de sus innumerables defectos y de que podría ser un pendejo cualquier por toda la eternidad, José es sensible y tiene el firme sueño de vivir dignamente en esta absurda capital mexicana, la antigua Gran Tenochtitlán.


1
Hoy se nos va José

Dice que se va a ir “al otro lado” pues ya lo tiene harto el pinche sol, las putas apretadas e infectadas de cuanta chingadera existe, el mendigo des-amor, la tira, los lacras, la tira, la gente mierda que ya no sabe de música, en fin; ya esta hasta la madre de toda la maldita ciudad.

Pero que rara es la vida, que digo rara, rarísima. El José que se quiere ir pal´ gabacho y justo el día en que por fin se decide, un pinche gringo “asjol” (como dicen ellos) se lo va a impedir y lo va a mandar al otro lado —efectivamente—, perol al meritito Mictlan con todo y sus huaraches.

Hi, ou, oula mexican, you can, poder toucar, tarran tarran.
—Pinche gringo marrano, pendejo, bueno sirve que me gano unos cuantos verdes.
Quoe deshir you little bastard?
—Oh ¿yo? nada, nada, notin mister, yes, yes, aican sing y tocar mucho, miuchmiusic.

José tocaba y lo hacía peor que de costumbre, lo hacía de mala gana, al fin y al cabo el gringo loco no entendía ni "maíz paloma". El american citizen parecía deleitado, sólo con la apariencia de José (descompuesto mariachi con huaraches), no hacía más que bailotear y tomar fotos de sus patas sucias y rajadas. José entonces pensaba en lo desgraciada de su posición: tocar y hasta bailarle a cualquier hijo de vecina por unos pinches dólares, pero, se consolaba pensando en que así era en este lugar de palacios y templos, donde el más cabrón se chinga al más pobre, siempre al más pobre.

Justo en medio de un nefasto pasito del “mariachi loco”, el gabacho se empezó a retorcer, se puso colorado, comenzó a babear y se vomitó encima de José —¡Hay! pinche gringo ojete ¡ya me diste en toda la madre!—. Mientras José se limpiaba los fluidos del güerito, éste pensaba en la mierda y media que los desgraciados yankees nos venían a tirar a la nación y ahora para colmo, hasta sus pinches apestosas entrañas. El gringo se ponía peor, era urgente que alguien lo llevara a un hospital. Así que José junto con un grupo de mariachis y uno que otro curioso, llevaron cargando al “americano” a su camioneta donde de paso le darían una checadita a las pertenencias del extranjero. José se decía a sí mismo —no le vas a robar nada, simplemente le vas a cobrar al gringo culero— mientras reía a carcajadas.

Cuando el colectivo de rupestres nacionales tenían al gringo crazy en su auto, bajo el cobijo y mutis de la luna cómplice, hurgaron por aquí y por allá llevándose cámaras, agarrándose monedas internacionales, tomándose un par de maletas, incluso, como buenos patriotas, propinándole unos merecidos chingadazos al cada vez más asqueroso y enfermo güero. Y justo cuando José metió la mano para sacarle la billetera, el muy mother fuker cobró consciencia y le pegó tremenda mordida en el brazo derecho. La dentellada fue salvaje, José cayo desmayado al ver sus nervios y arterias, la sangre brotando a borbotones y hasta un pedazo de hueso. Pobre José y todo por unos pinches mendigos billetes verdes.

“José inconsciente, José perdido en un mundo salvaje, José gravemente herido, José perdedor, José a que pendejo eres”

Estas eran las palabras que oyó durante su corto viaje astral por las siete regiones de su natal Oaxaca (madre abnegada de sus más miserables hijos). Despertó solo y recostado sobre una banca de la plaza Garibaldi. Ya casi amanecía y junto con el sol, le brotaba un inmenso dolor proveniente de su brazo mascado. La carne circundante a la herida estaba negra, seca y acartonada. Se incorporó, parecía que todo el ser le quería explotar en ese preciso momento. Sus huaraches yacían a unos metros de la banca que ocupaba, estaban todos batidos  de sangre y vomito, como pudo los tomó, se los puso y se marcho a su paupérrima morada.

Cuando llegó a su pocilga la cosa se puso peor. Ya era medio día y José sufría unos bochornos como si estuviera andando por el mismo infierno, el sudor que le emanaba  era como un ojo de agua, literalmente se estaba derritiendo. De una patada abrió el cuartucho de vecindad donde vivía. Una vez adentro, lo primero que hizo fue buscar viandas, pero nada, ni una galleta de animalito. José traía un hambre feroz y no tenía ni un quinto, ni siquiera para salir a buscar un tamal con atole. Pero  José ya no tendría de que preocuparse más, por tener que comer o por si quedaban suficientes tamales de mole en el mundo; se lo estaba cargando la tiznada.

—¡Pinchi gringo, nada mas vino a pegarme sus chingaderas!

De subito, aumentaron de intensidad todos sus síntomas: el dolor de cabeza, el de su brazo mordido, el insaciable apetito, la comezón en la entrepierna y la sudoración; parecía la escena de un tonto cuento de terror gringo. José se encontraba tirado en el piso de la desgraciada vivienda, sumido en una serie de terribles y grotescas convulsiones, revolcándose en un charco de sudor y sangre; hasta que lentamente dejó de moverse para al final, vomitar y cagarse por última vez en el mundo. Sus últimos pensamientos fueron confusos, claro, faltaba más ¿quién jodidos podría pensar con claridad mientras se muere haciendo mierda? Aunque con certeza, lo que sí le paso por la mente, fue el maldecir su mendiga suerte.


Los vecinos dieron parte a las autoridades correspondientes. José fue llevado a la morgue, donde nadie se sorprendió por la extrañeza de sus heridas y como mas bien parecía un indigente, a juzgar por su aspecto, entonces fue dispuesto para el servicio escolar; para el servicio de prácticas clínicas post mortem —¡Órale!


2
Días después de fallecido

Un grupo de estudiantes de medicina junto a su profesor, emperifollados en mameluco quirúrgico, arribaron a la fría morada del difunto mariachi. Con la sangre ya sorbida le abrieron la cavidad torácica, separándole las costillas, dejando al descubierto sus pútridas entrañas. En ese momento, José, casi analfabeto, dio una gran cátedra de medicina práctica, ipso facto, a los ahí presentes. Sus órganos medio podridos comenzaron a ejecutar sus funciones. Los pulmones absorbían aire a través de los bronquios, el corazón bombeaba una especie de aceite negro de insoportable hedor y el hígado comenzaba a hacer quien sabe qué diablos, lo que haga el hígado. Los practicantes y el eminente galeno no comprendían lo que sucedía —se horrorizaron—, no sabían qué hacer excepto por una de las practicantes que se puso a rezar. Pero nada les valió, lo poco o mucho que pudieron hacer. José se incorporó del rigor mortis y se los echo al plato en un santiamén. Aquello fue una verdadera carnicería, en un rastro hubiesen sido más piadosos con los pobres infelices. Partes humanas semivivas volaban por doquier, alaridos y chillidos de los malogrados médicos, gruñidos y ronroneos de José —pero, a todo esto ¿y la seguridad del hospital?—. Nadie respondió al clamor de los facultativos. Los vigilantes y el personal en general del hospital creyeron que se trataba de una de las tantas orgias en el área de “planchas”.

José salió sin gran dificultad de la morgue y pese a su mortuorio aspecto, seguía pasando desapercibido. Siguiendo su apetito y su instinto peculiar de conservación, José se ocultó entre los indigentes, locos y monstruos de la ciudad; donde cada día se merendaba de dos a tres camaradas sin que nadie pareciera notar algo fuera de lo común, bueno, mientras se comiera a los parias de la civilización a nadie le importaría.

Andando por las calles de piedra y concreto, cada vez más podrido, con el cerebro inflamado saliéndole por las narices, la apetencia se le descomponía también, acaso, porque cada vez tenía menos tripas y dientes —aunque seguía siendo fiero como perro de pelea.

                                                                             
                                                                                3


En una tarde lluviosa, de esas de verano caluroso

José deambulaba por las calles del centro histórico cuando un grupo de skins (nazis morenitos) le quisieron partir la madre. José repelía las trompadas, las cadenas, los tubos, los bóxers y los botellazos a dentelladas. Se comió a la mitad de la runfla radical, y quizá, por el brío proveniente de la carne de los jóvenes activistas se le despertó un hambre de aquellas y ora’ sí que empezó el meritito apocalipsis.

El primer ataque, según reportes oficiales, fue en la plancha del Zócalo donde se estaba llevando a cabo una asamblea extraoficial de la unión de uniones civiles y anexos de anexos. Aquello fue realmente salvaje y como eran muchas las botanas humanas que había a la mano, José  mordía por aquí y por allá a placer, dejando una horda de zombis aztecas por doquier (Nuestro zombi oaxaqueño se había transformado en zombi después de una semana  de la mordida, los paisanos lo hacían al instante, tal vez por tratarse de la misma raza, no así cuando el anglosajón mordió a José). Era horrible ver a un zombi comerse a otro cual torta de milanesa con aguacate y chiles curados. Los turistas ahí presentes tomaban fotos y recapacitaban aquello de que México era un país surrealista. La plaga de no muertos del nopal no duro mucho, ya que algunos escuadrones de granaderos llegaron en un operativo con precedentes y contuvieron a los malditos. Mientras tanto, José se hastiaba comiendo y como es natural en estos casos, le dio sueño, a lo que acudió a un recodo de la Catedral Metropolitana para poder dormir. Cuando acabo el operativo, los efectivos lo confundieron con un teporocho y lo corrieron a toletazos del lugar.



4

El zombi andaba por la ciudad en condiciones infrahumanas, casi encuerado

Era extraño ver como se trataba de cubrir sus descarnados huevos con  harapos. Yo, el que cuenta la historia, desconoce cómo funciona la mente de un zombi nacional mexicano, pero, tal parece que en algún rincón de su descompuesta humanidad persistía, inmaculado, el pudor. Yo no podría asegurar si lo anterior se debía a su calidad de zombi o su mexicanidad, tampoco sobre lo concerniente a su apetito caníbal insaciable, que, dicho sea de paso, no me parece tan extraordinario, ya que José cuando era niño padeció de severa desnutrición por la falta de alimento y —que tal, pues— ahora que el porvenir y el asco le valían madres, tragaba hasta humanos.  

Ahora sí que vivía en muerte la peor de las miserias. Quizás esta inmensa desdicha lo hiciera recobrar algo de consciencia y en un gran acto de total lucidez, fue a cagarse a las puertas de Palacio Nacional —imaginen por un segundo la caca de un zombi antropófago de mendigos y drogadictos—. De Palacio lo corrieron a patadas, provocando que una furia malvada se apoderara de él. Con un ataque certero le arranco una pierna  a uno de los guardias que lo golpeó y corrió —sin saberlo— con rumbo a Garibaldi, el lugar donde habría dado comienzo su pesadilla.

José escuchaba algo, era música, al parecer sus oídos estaban intactos, entonces, robó una guitarra y se puso a tocarla, lástima que sus dedos estuvieran podridos quedándose pegados en las cuerdas. Y como un deja-vu, un gringo reía extasiado al ver la desgracia del único zombi mariachi en Garibaldi. Quién sabe cómo, pero José pensó por última vez (ahora sí) en su desangelado oficio; en la plaza donde iniciara su prolongado fin, sí, justo ahí terminaría definitivamente con su insufrible calamidad, no sin antes llevarse  todo el lugar a la chingada con él.

Las crónicas dicen que lo que se vivió en Garibaldi fue dantesco. El fin de de la plaza del mariachi y su música vernácula.


5

El comandante de la policía judicial

Ernesto Cisneros Gota, adscrito al noveno sector de la delegación Cuauhtémoc, se encontraba descansando en su casa de Valle de Bravo con toda su familia y sus suegros. Cerca de las tres de la madrugada sonó el teléfono, nadie contesto, pero siguieron los repiqueteos incesantes. “Chucho cinco pelos” como era mejor conocido el comandante Ernesto, descolgó el auricular harto encabronado.

—¿Quién chingaos es? siii. Ya saben que me requeté encabrona que me llamen aquí.

La esposa del comandante despertó y preguntó qué sucedía, a lo que su marido contestó.

—Nada mi amor, una llamada de la oficina, nada más. Deja la atiendo en el estudio para que  puedas seguir durmiendo —se sacudió el cabello con la mano, miró a la ventana, observando su reflejo y se acercó la bocina a la boca— espérenme, voy a tomar la llamada en otra parte, yo les marco— susurró el comandante Cisneros. Mientras el judicial se marchaba de la alcoba, su esposa alargaba un apagado “sí sales… tapate mi cielo”, mientras se acurrucaba en la cama para volver a dormir.

En el estudio.

—Ahora sí, díganme pendejos y donde sea una pinche mamada, me las van a pagar.

Silencio.

—Gulp— el comandante tragó saliva y no está de más decir que pocas cosas lo hacían tragar saliva. —¿A poco sí? no lo puedo creer. Voy enseguida para allá.

El pobre zombi llevaba quince horas siendo interrogado por los agentes de la policía judicial. Le habían aplicado todo tipo de torturas y aunque había varios testigos que lo señalaban como el principal actor de los ataques perpetrados en la plaza Garibaldi, nomas no había quien le sacara la confesión, o palabra alguna —y cómo, si ya ni siquiera tenía lengua para hablar.

El comandante llegó.

—¡A ver, bola de maricas, déjenme pasar, con una chingada!—. El comandante Ernesto Cisneros Gota, mejor conocido como “chucho cinco pelos” veía estupefacto a José quien se pudría lentamente frente a sus ojos. Trataba de descifrarlo, de sacarle toda la información posible con su mirada de chacal, pero nada. Era como estar frente a la barda de una prisión invisible o frente a un antiguo códice desconocido.

—¿Ya le quemaron los huevos?

—Sí señor, uno le reventó y el otro ya no lo traía cuando llegó con nosotros— contestó uno de los judas ahí presentes.

—Mmm ¿ya lo vio Pedrito?

—También... le práctico todo lo de sus libros y nada le funciono. Hasta se encabrono y mejor se fue— volvió a hablar el que al parecer era el encargado del interrogatorio.

Está raro todo esto, ni habla, ni muere. Se me hace que ha de estar chiflado, porque si estuviera drogado ya se le hubiera pasado... llévenselo al juez y díganle que el ojete éste, está loco. A ver qué chingados hacen con él, yo ya me desesperé. Ya me voy de regreso a Valle, aunque sea pasaré el domingo con mi familia y ya saben, no me vayan a llamar. Me vale madres qué este pasando y aunque se estuviera acabando el puto mundo, no me vayan a hablar ¡¿entendido?! ¡¿eh?!


Y así, después de llevarlo al ministerio y por órdenes del Juez responsable —el honorable licenciado Menchaca Palo Rojo—, José fue llevado al Psiquiátrico de la Catarina, donde ahora aguarda parsimonioso a evaporarse, a que se consuman sus restos. Pero no sólo él espera su gran final, también afuera, pululando por la antigua Gran Tenochtitlán existen miles de desgraciados cuyas vidas a ningún dios malo ni bueno le importa tan siquiera un carajo.

FIN













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