Prologuito
Dice la leyenda que mi ciudad fue
inspirada por los dioses... ¿También ellos habrán planeado el caos vial, los
pervertidos del metro, el viene-viene de cada esquina, la mugre y mierda de las
calles y sus líderes políticos, las putas marginadas y el hambre incontenible
de las masas? sólo por mencionar algunos detalles. Quizá la ciudad de México
rebase, incluso, la imaginación de Dios mismo. Está ciudad que se hincha
taciturna con sus ayeres de oro pero que renace siempre un veintiuno de marzo,
donde, si pizas con fuerza te hundes en sus blandas carnes. Aquí, en la ciudad
que describo sucedió lo más extraordinario, algo que tampoco deidad alguna
imagino; las vicisitudes de un zombi mexicano.
José es mariachi de Garibaldi; siempre
dice estar harto de ser un músico desconocido, pues no tiene el suficiente
talento para hacerse conocer. Dice que de no ser por las viejas y el chupe ya
hubiera dejado la pinche profesión. José no es muy tipo, más bien es muy
mexicano. No es fácil distinguir a José de entre la pléyade de vernáculos:
tomando en cuenta que es chaparro, moreno, está panzón (gracias a una rigurosa
dieta de cerveza, tamales, tacos y demás garnachas) y viste a la moda charra;
eso sí, lo que lo distingue como a ninguno es que usa guaraches —aunque este
tocando “cucurru cu cu paloma”—. A pesar de que es todo un ejemplar de la
música folklórica tiene un serio impedimento para usar botas. Él es oriundo de
Oaxaca y como ahí el pueblo está más jodido que acá, nunca se pudo calzar un buen
par de zapatos, volviéndose así, más que sensible a los bochornos del pie; que
si se los tapa le sudan ¡ah bárbaro! provocándole el incordio olfativo a todo
quien le rodea.
Nada más por esto , y sin jactancia
alguna, podemos afirmar que José es el único pinche charro guarachudo —¡AHUEVO!—,
por lo menos en Garibaldi. Pero a pesar de sus innumerables defectos y de que
podría ser un pendejo cualquier por toda la eternidad, José es sensible y tiene
el firme sueño de vivir dignamente en esta absurda capital mexicana, la antigua
Gran Tenochtitlán.
1
Hoy se nos va José
Dice que se va a ir “al otro lado”
pues ya lo tiene harto el pinche sol, las putas apretadas e infectadas de
cuanta chingadera existe, el mendigo des-amor, la tira, los lacras, la tira, la
gente mierda que ya no sabe de música, en fin; ya esta hasta la madre de toda
la maldita ciudad.
Pero que rara es la vida, que digo
rara, rarísima. El José que se quiere ir pal´ gabacho y justo el día en que por
fin se decide, un pinche gringo “asjol” (como dicen ellos) se lo va a
impedir y lo va a mandar al otro lado —efectivamente—, perol al meritito
Mictlan con todo y sus huaraches.
—Quoe deshir you little bastard?
—Oh ¿yo? nada, nada, notin mister, yes, yes, aican sing y tocar mucho, miuchmiusic.
José tocaba y lo hacía peor que de
costumbre, lo hacía de mala gana, al fin y al cabo el gringo loco no entendía
ni "maíz paloma". El american
citizen parecía deleitado, sólo con la apariencia de José
(descompuesto mariachi con huaraches), no hacía más que bailotear y tomar fotos
de sus patas sucias y rajadas. José entonces pensaba en lo desgraciada de su
posición: tocar y hasta bailarle a cualquier hijo de vecina por unos pinches
dólares, pero, se consolaba pensando en que así era en este lugar de palacios y
templos, donde el más cabrón se chinga al más pobre, siempre al más pobre.
Justo en medio de un nefasto pasito
del “mariachi loco”, el gabacho se empezó a retorcer, se puso colorado, comenzó
a babear y se vomitó encima de José —¡Hay! pinche gringo ojete ¡ya me diste en
toda la madre!—. Mientras José se limpiaba los fluidos del güerito, éste
pensaba en la mierda y media que los desgraciados yankees nos venían a tirar a la nación y ahora para colmo,
hasta sus pinches apestosas entrañas. El gringo se ponía peor, era urgente que
alguien lo llevara a un hospital. Así que José junto con un grupo de mariachis
y uno que otro curioso, llevaron cargando al “americano” a su camioneta donde
de paso le darían una checadita a las pertenencias del extranjero. José se
decía a sí mismo —no le vas a robar nada, simplemente le vas a cobrar al gringo
culero— mientras reía a carcajadas.
Cuando el colectivo de rupestres
nacionales tenían al gringo crazy en
su auto, bajo el cobijo y mutis de la luna cómplice, hurgaron por aquí y por
allá llevándose cámaras, agarrándose monedas internacionales, tomándose un par
de maletas, incluso, como buenos patriotas, propinándole unos merecidos
chingadazos al cada vez más asqueroso y enfermo güero. Y justo cuando José
metió la mano para sacarle la billetera, el muy mother fuker cobró consciencia y le pegó tremenda mordida en el
brazo derecho. La dentellada fue salvaje, José cayo desmayado al ver sus
nervios y arterias, la sangre brotando a borbotones y hasta un pedazo de hueso.
Pobre José y todo por unos pinches mendigos billetes verdes.
“José inconsciente, José perdido en un
mundo salvaje, José gravemente herido, José perdedor, José a que pendejo eres”
Estas eran las palabras que oyó
durante su corto viaje astral por las siete regiones de su natal Oaxaca (madre
abnegada de sus más miserables hijos). Despertó solo y recostado sobre una
banca de la plaza Garibaldi. Ya casi amanecía y junto con el sol, le brotaba un
inmenso dolor proveniente de su brazo mascado. La carne circundante a la herida
estaba negra, seca y acartonada. Se incorporó, parecía que todo el ser le
quería explotar en ese preciso momento. Sus huaraches yacían a unos metros de
la banca que ocupaba, estaban todos batidos de sangre y vomito, como pudo
los tomó, se los puso y se marcho a su paupérrima morada.
Cuando llegó a su pocilga la cosa se
puso peor. Ya era medio día y José sufría unos bochornos como si estuviera
andando por el mismo infierno, el sudor que le emanaba era como un ojo de
agua, literalmente se estaba derritiendo. De una patada abrió el cuartucho de
vecindad donde vivía. Una vez adentro, lo primero que hizo fue buscar viandas,
pero nada, ni una galleta de animalito. José traía un hambre feroz y no tenía
ni un quinto, ni siquiera para salir a buscar un tamal con atole. Pero
José ya no tendría de que preocuparse más, por tener que comer o por si
quedaban suficientes tamales de mole en el mundo; se lo estaba cargando la
tiznada.
—¡Pinchi gringo, nada mas vino a
pegarme sus chingaderas!
De subito, aumentaron de intensidad
todos sus síntomas: el dolor de cabeza, el de su brazo mordido, el insaciable
apetito, la comezón en la entrepierna y la sudoración; parecía la escena de un
tonto cuento de terror gringo. José se encontraba tirado en el piso de la
desgraciada vivienda, sumido en una serie de terribles y grotescas
convulsiones, revolcándose en un charco de sudor y sangre; hasta que lentamente
dejó de moverse para al final, vomitar y cagarse por última vez en el mundo.
Sus últimos pensamientos fueron confusos, claro, faltaba más ¿quién jodidos
podría pensar con claridad mientras se muere haciendo mierda? Aunque con
certeza, lo que sí le paso por la mente, fue el maldecir su mendiga suerte.
Los vecinos dieron parte a las
autoridades correspondientes. José fue llevado a la morgue, donde nadie se
sorprendió por la extrañeza de sus heridas y como mas bien parecía un indigente,
a juzgar por su aspecto, entonces fue dispuesto para el servicio escolar; para
el servicio de prácticas clínicas post mortem —¡Órale!
2
Días después de fallecido
Un grupo de estudiantes de medicina
junto a su profesor, emperifollados en mameluco quirúrgico, arribaron a la fría
morada del difunto mariachi. Con la sangre ya sorbida le abrieron la cavidad
torácica, separándole las costillas, dejando al descubierto sus pútridas
entrañas. En ese momento, José, casi analfabeto, dio una gran cátedra de
medicina práctica, ipso facto, a los ahí presentes. Sus órganos medio podridos
comenzaron a ejecutar sus funciones. Los pulmones absorbían aire a través de
los bronquios, el corazón bombeaba una especie de aceite negro de insoportable
hedor y el hígado comenzaba a hacer quien sabe qué diablos, lo que haga el
hígado. Los practicantes y el eminente galeno no comprendían lo que sucedía —se
horrorizaron—, no sabían qué hacer excepto por una de las practicantes que se
puso a rezar. Pero nada les valió, lo poco o mucho que pudieron hacer. José se incorporó
del rigor mortis y se los echo al
plato en un santiamén. Aquello fue una verdadera carnicería, en un rastro
hubiesen sido más piadosos con los pobres infelices. Partes humanas semivivas
volaban por doquier, alaridos y chillidos de los malogrados médicos, gruñidos y
ronroneos de José —pero, a todo esto ¿y la seguridad del hospital?—. Nadie
respondió al clamor de los facultativos. Los vigilantes y el personal en
general del hospital creyeron que se trataba de una de las tantas orgias en el
área de “planchas”.
Andando por las calles de piedra y
concreto, cada vez más podrido, con el cerebro inflamado saliéndole por las
narices, la apetencia se le descomponía también, acaso, porque cada vez tenía
menos tripas y dientes —aunque seguía siendo fiero como perro de pelea.
3
En una tarde lluviosa, de esas de
verano caluroso
José deambulaba por las calles del
centro histórico cuando un grupo de skins (nazis morenitos) le quisieron
partir la madre. José repelía las trompadas, las cadenas, los tubos, los bóxers
y los botellazos a dentelladas. Se comió a la mitad de la runfla radical, y
quizá, por el brío proveniente de la carne de los jóvenes activistas se le
despertó un hambre de aquellas y ora’ sí que empezó el meritito apocalipsis.
El primer ataque, según reportes
oficiales, fue en la plancha del Zócalo donde se estaba llevando a cabo una
asamblea extraoficial de la unión de uniones civiles y anexos de anexos.
Aquello fue realmente salvaje y como eran muchas las botanas humanas que había
a la mano, José mordía por aquí y por allá a placer, dejando una horda de
zombis aztecas por doquier (Nuestro zombi oaxaqueño se había transformado en
zombi después de una semana de la mordida, los paisanos lo hacían al
instante, tal vez por tratarse de la misma raza, no así cuando el anglosajón
mordió a José). Era horrible ver a un zombi comerse a otro cual torta de
milanesa con aguacate y chiles curados. Los turistas ahí presentes tomaban
fotos y recapacitaban aquello de que México era un país surrealista. La plaga
de no muertos del nopal no duro mucho, ya que algunos escuadrones de granaderos
llegaron en un operativo con precedentes y contuvieron a los malditos. Mientras
tanto, José se hastiaba comiendo y como es natural en estos casos, le dio
sueño, a lo que acudió a un recodo de la Catedral Metropolitana para poder
dormir. Cuando acabo el operativo, los efectivos lo confundieron con un
teporocho y lo corrieron a toletazos del lugar.
4
El zombi andaba por la ciudad en
condiciones infrahumanas, casi encuerado
Era extraño ver como se trataba de
cubrir sus descarnados huevos con harapos. Yo, el que cuenta la historia,
desconoce cómo funciona la mente de un zombi nacional mexicano, pero, tal
parece que en algún rincón de su descompuesta humanidad persistía, inmaculado,
el pudor. Yo no podría asegurar si lo anterior se debía a su calidad de zombi o
su mexicanidad, tampoco sobre lo concerniente a su apetito caníbal insaciable,
que, dicho sea de paso, no me parece tan extraordinario, ya que José cuando era
niño padeció de severa desnutrición por la falta de alimento y —que tal, pues—
ahora que el porvenir y el asco le valían madres, tragaba hasta humanos.
Ahora sí que vivía en muerte la peor
de las miserias. Quizás esta inmensa desdicha lo hiciera recobrar algo de
consciencia y en un gran acto de total lucidez, fue a cagarse a las puertas de
Palacio Nacional —imaginen por un segundo la caca de un zombi antropófago de
mendigos y drogadictos—. De Palacio lo corrieron a patadas, provocando que una
furia malvada se apoderara de él. Con un ataque certero le arranco una
pierna a uno de los guardias que lo golpeó y corrió —sin saberlo— con
rumbo a Garibaldi, el lugar donde habría dado comienzo su pesadilla.
José escuchaba algo, era música, al
parecer sus oídos estaban intactos, entonces, robó una guitarra y se puso a
tocarla, lástima que sus dedos estuvieran podridos quedándose pegados en las
cuerdas. Y como un deja-vu, un gringo reía extasiado al ver la desgracia
del único zombi mariachi en Garibaldi. Quién sabe cómo, pero José pensó por
última vez (ahora sí) en su desangelado oficio; en la plaza donde iniciara su
prolongado fin, sí, justo ahí terminaría definitivamente con su insufrible
calamidad, no sin antes llevarse todo el lugar a la chingada con él.
5
El comandante de la policía judicial
Ernesto Cisneros Gota, adscrito al
noveno sector de la delegación Cuauhtémoc, se encontraba descansando en su casa
de Valle de Bravo con toda su familia y sus suegros. Cerca de las tres de la
madrugada sonó el teléfono, nadie contesto, pero siguieron los repiqueteos
incesantes. “Chucho cinco pelos” como era mejor conocido el comandante Ernesto,
descolgó el auricular harto encabronado.
—¿Quién chingaos es? siii. Ya saben
que me requeté encabrona que me llamen aquí.
La esposa del comandante despertó y
preguntó qué sucedía, a lo que su marido contestó.
—Nada mi amor, una llamada de la
oficina, nada más. Deja la atiendo en el estudio para que puedas seguir
durmiendo —se sacudió el cabello con la mano, miró a la ventana, observando su
reflejo y se acercó la bocina a la boca— espérenme, voy a tomar la llamada en
otra parte, yo les marco— susurró el comandante Cisneros. Mientras el judicial
se marchaba de la alcoba, su esposa alargaba un apagado “sí sales… tapate mi
cielo”, mientras se acurrucaba en la cama para volver a dormir.
En el estudio.
—Ahora sí, díganme pendejos y donde
sea una pinche mamada, me las van a pagar.
Silencio.
—Gulp— el comandante tragó saliva y no
está de más decir que pocas cosas lo hacían tragar saliva. —¿A poco sí? no lo
puedo creer. Voy enseguida para allá.
El comandante llegó.
—¡A ver, bola de maricas, déjenme
pasar, con una chingada!—. El comandante Ernesto Cisneros Gota, mejor conocido
como “chucho cinco pelos” veía estupefacto a José quien se pudría lentamente
frente a sus ojos. Trataba de descifrarlo, de sacarle toda la información
posible con su mirada de chacal, pero nada. Era como estar frente a la barda de
una prisión invisible o frente a un antiguo códice desconocido.
—¿Ya le quemaron los huevos?
—Sí señor, uno le reventó y el otro ya
no lo traía cuando llegó con nosotros— contestó uno de los judas ahí presentes.
—Mmm ¿ya lo vio Pedrito?
—También... le práctico todo lo de sus
libros y nada le funciono. Hasta se encabrono y mejor se fue— volvió a hablar
el que al parecer era el encargado del interrogatorio.
Está raro todo esto, ni habla, ni
muere. Se me hace que ha de estar chiflado, porque si estuviera drogado ya se
le hubiera pasado... llévenselo al juez y díganle que el ojete éste, está loco.
A ver qué chingados hacen con él, yo ya me desesperé. Ya me voy de regreso a
Valle, aunque sea pasaré el domingo con mi familia y ya saben, no me vayan a
llamar. Me vale madres qué este pasando y aunque se estuviera acabando el puto
mundo, no me vayan a hablar ¡¿entendido?! ¡¿eh?!
Y así, después de llevarlo al
ministerio y por órdenes del Juez responsable —el honorable licenciado Menchaca
Palo Rojo—, José fue llevado al Psiquiátrico de la Catarina, donde ahora
aguarda parsimonioso a evaporarse, a que se consuman sus restos. Pero no sólo
él espera su gran final, también afuera, pululando por la antigua Gran
Tenochtitlán existen miles de desgraciados cuyas vidas a ningún dios malo ni bueno
le importa tan siquiera un carajo.
FIN
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